jueves, 3 de mayo de 2018

TREN AL SUR, LA COLUMNA


Con esta entrega comienzo a publicar en el suplemento Cronos del diario una serie de crónicas sobre el viaje al sur y el encuentro con geografías, momentos y personas.


LA MÚSICA DEL RÍO DE LA PLATA


En 1989 la República Argentina vivió un año convulso. El gobierno de Raúl Alfonsín -que había liderado la vuelta a la democracia después de años de dictadura atroz- se tambaleaba. Una gravísima crisis económica aunada a un creciente descontento social precipitaron los acontecimientos para que el presidente entregara su mandato siete meses antes de lo previsto al ganador de las elecciones, el peronista Carlos Menem. No era un buen año para andar de fiesta; ese año el país sufrió una brutal sequía que provocó una crisis en el suministro de energía eléctrica. Para rematar, el ex campeón mundial de los pesos medios y mito viviente, Carlos Monzón, es condenado a once años de cárcel por el asesinato de su esposa.

Al parecer se apagaba aquello de “La alegría no es sólo brasilera” que cantaba Charly García y comenzaba la época que la banda porteña La Bersuit Vergarabat sentenciaría años después con su canción Señor Cobranza: los demócratas de mierda/ y los forros pacifistas/ todos narcos.

Pero nada de eso sabía yo, que estaba en la plenitud de mis 15 años y descubriendo el mundo. A esa edad cada hallazgo vale oro, se impregna en el alma y se vuelve parte de la vida y de la personalidad. Son las cosas que descubrimos en la adolescencia las que marcarán nuestra visión del mundo. Para el adolescente que yo fui, 1989 fue el año en que la locura y la oscuridad del mundo tomaron forma y rostro a través de las canciones de un gran intérprete, Juan Carlo Baglietto.
 
Baglietto había formado parte de la llamada Trova Rosarina, junto a otros artistas, grandes músicos y compositores como Fabián Gallardo, Rubén Goldín, Jorge Fandermole y un jovencísimo pianista llamado Fito Páez. Con su disco debut, Tiempos difíciles, de 1983, pone en el imaginario colectivo canciones que se volverían parte del folclor popular de la juventud argentina, jalonada entre un gobierno militar que ejercía la desaparición forzada y la guerra de las Malvinas. Ya para 1989 Juan Carlos Baglietto se había consolidado con 5 discos editados, y aquel flacucho pianista llamado Fito Páez era una estrella del rock, luego de haber formado parte de la banda de Charly García y haber editado cuatro discos excepcionales.

Sin embargo, de este lado del mundo la música nos llegaba a cuenta gotas. El rock comenzaba a asomarse tímidamente por la televisión y los sellos discográficos. Las nóveles bandas ya podían ser tocadas en la radio y de esta manera nace una corriente englobada bajo el slogan “Rock en tu idioma” que con el paso de los años recogió en el mismo saco propuestas nacionales muy diversas como Caifanes, Fobia, Ritmo Peligroso y Neón, junto a bandas venidas de España (Toreros Muertos, Radio Futura, Hombres G) y también de Argentina; éstas sin duda con mayor penetración entre la juventud de entonces. Soda Stereo, Miguel Mateos, Enanitos Verdes y GIT fueron algunas de ellas.

Gracias a un buen amigo de la secundaria yo había descubierto a algunas de estas bandas y por supuesto que bailoteaba cantando como un poseso ¡Dí nene nene qué vas a hacer cuando seas grande! al tiempo que me dejaba seducir por la oscuridad de “Mátenme porque me muero”. Sin embargo, aún no había poesía ni música que hiciera sangrar mi corazón.

Hasta que llegó Baglietto y su puñado de canciones.

En 1989 conocí el “Jardín del arte” un espacio de libre expresión donde artesanos, hippies, roqueros, bohemios, trovadores, poetas y curiosos se reunían los fines de semana. Antonia Labastida es el nombre oficial de ese espacio ubicado en la calle de Abasolo, colindante con Macedonio Alcalá, ésta última apenas unos años antes había sido habilitada como peatonal y con el paso del tiempo se convertiría en el corredor turístico que articula hasta hoy el downtown local, visitado por cientos de miles cada temporada. Fue ahí, en el Jardín Labastida donde conocí a amigos que daban vida a la muy modesta actividad cultural y artística de aquél entonces. Con el paso del tiempo yo también me integré al colectivo, vendiendo cassettes grabados con música de jazz. En algún momento llegó al jardín un personaje muy singular: Polo, un artista que hacía pinturas en aerosol con paisajes cósmicos, imágenes muy logradas de planetas desolados alumbrados por lunas gigantes, o explosiones solares bañadas de luz enceguecedora. Polo se volvió una estrella del arte callejero ya que pintaba ahí mismo y era muy impresionante verlo manipular sus botes de spray con maestría y luego encender una llama gigantesca para el secado de la obra recién hecha.

Polo también vendía cassettes, y lo que al principio me pareció una preocupante competencia luego se transformó en una profunda amistad. Me di cuenta que él no vendía jazz, pero a cambio tenía una enorme colección de discos de rock que poco a poco me fue rolando (por cierto, el Jardín Labastida fue para mi también todo un descubrimiento lingüístico, pues ahí me convertí en carnal e hice carnales; la afirmación más socorrida era cámara, ya vas, y nuestra mayor expresión de desacuerdo era un sonoro chale). En el transcurso de nuestras charlas un día descubrió que me gustaba Soda Stereo y me dijo muy solemne: “Carnalito, aún no has escuchado la neta del planeta de los roleros argentinos. Toma, máscate ésta” y puso en mis manos una copia en cassette de Tiempos Difíciles de Juan Carlos Baglietto. Cuando llegué a mi cuarto encendí la grabadora, puse play y esto fue lo primero que escuché:

¿Sabes, hermano, lo triste que estoy?
Se me ha hecho vuelo de trinos y sangre la voz,
se me ha hecho pedazos mi sueño mejor,
se ha muerto mi niño, mi niño, hermano.

No pudo llenarse la boca de voz,
apenas vacío el vientre de mi dulce amor,
enorme y azul la vida se le dio y no pudo tomarla,
no pudo tomarla de tan pequeño. 

Yo le había hecho una blanca canción
del amor entre una nube y un pez volador;
lo soñé corriendo, abrigado en sudor,
las mejillas llenas, la mejillas llenas de sol y dulzor.

No busques, hermano, el camino mejor,
que ya tengo el alma muda de pedirle a Dios.
¿Que hacemos ahora, mi dulzura y yo,
con dos pechos llenos, con dos pechos llenos de leche y dolor?

Estamos pensando, seria mejor, el marcharnos tres,
el marcharnos tres...que quedarnos dos...

Era en abril el ritmo tibio de mi chiquito que danzaba.
Dentro del vientre un prado en flor era su lecho
y el ombligo,
y el ombligo el sol... 

Cuando sonó el último acorde de las guitarras y se apagaron las armonías vocales de Baglietto y la cantante Silvina Garré yo lloraba sin control. Una pena hondísima cubría mi corazón y me daba cuenta, en medio del dolor, que aquellos versos no sólo eran la dolorosa elegía por una pérdida; eran también fiel reflejo del desamparo que todo adolescente siente al abrir los ojos a este mundo loco y canalla.

Una a una fueron sonando las canciones que, supe después, habían sido compuestas por los miembros de la trova rosarina. la última de ellas, compuesta por Fito Páez a los 16 años me cimbró como ninguna otra antes. Aún puedo recordar esas lágrimas, los rumores de la ciudad y la quietud de mi habitación:

La vida es una moneda,
quien la rebusca la tiene.
Ojo que hablo de monedas
y no de gruesos billetes.

Mi vida es una hoja en blanco,
un piano desafinado,
diez dedos largos y flacos
y un manojo de palabras.

Sólo se trata de vivir,
esa es la historia.
Con la sonrisa en el ojal,
con la idiotez y la cordura
De todos los días.
A lo mejor resulta bien.

Así fue como estas canciones, nacidas en el Río de la Plata, abrieron un horizonte nuevo y en gran medida moldearon una parte de mi. Hoy que tengo la oportunidad de conocer esas tierras y su gente voy en busca de nuevas historias pero también quiero recorrer los paisajes con la mirada de ese adolescente que lloró una noche con los versos de Juan Carlos Baglietto.

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